Comentábamos en la primera parte de este artículo que la relación entre los gobiernos y las empresas ha ido cambiando a lo largo del tiempo y cómo las circunstancias actuales han hecho que los gobiernos hayan llevado a cabo políticas que ejercen un mayor control sobre estas que el de meros reguladores de competencia.
Los accionistas y consumidores ya no son los principales grupos en los que las empresas deben concentrarse. Los directivos, a día de hoy, deben también sopesar el bienestar de otros grupos como los suministradores, su propio personal y hasta la competencia. La mayoría de empresas han adoptado estos principios de manera voluntaria y se han adscrito a códigos de inversión sostenible como ESG (ISR en español)
La ambición de confrontar tanto los problemas económicos como sociales es admirable pero la redacción de leyes y normas de manera precipitada puede conllevar una serie de riesgos:
El primer riesgo es que cuando gobiernos como las empresas entren en un conflicto de intereses, no podrán llegar a un acuerdo satisfactorio para ambas partes. Una política antimonopolio que ayude a las pequeñas y medianas empresas acabará afectando a los consumidores que tendrán que pagar mayores precios. Boicotear a China por sus abusos de derechos humanos puede privar a Occidente de suministros baratos para tecnologías potenciadoras de energías renovables. Tanto las empresas como los reguladores enfocados en un solo sector no estarán capacitados para lidiar con este tipo de dilemas.
El segundo riesgo sería la reducción de la eficiencia y la innovación. Duplicar las cadenas de suministros globales (por proteccionismo) es tremendamente caro. Incluso más pernicioso a largo plazo será la falta de competencia. Las empresas que viven de subsidios carecen de fortaleza en sus balances y aquellas que están protegidas de la competencia internacional es más probable que traten mal a los consumidores.
El tercer y último riesgo que se presenta es el “amiguismo”. Al final si las empresas y los gobiernos tienen muchos vínculos, éstas intentarán encontrar ventajas competitivas manipulando a los miembros del gobierno para que regulen a su favor mientras que los políticos acabarán favoreciendo a determinadas empresas por intereses económicos o en las que esperarán trabajar una vez acabe su carrera política.
Los gobiernos deben intervenir para asegurarse de que los mercados funcionan mejor mediante políticas fiscales que incentiven el uso de tecnologías que ayuden a combatir el cambio climático, una inversión en I+D en ciencia que escapa a las competencias de las empresas y beneficios sociales que protejan a los trabajadores y aquellas personas en riesgo de exclusión social. Pero las nuevas políticas que hemos visto en pandemia exceden con creces estas competencias y pueden acabar provocando ineficiencia, intereses personales y aislamiento económico.