El gasto público de los gobiernos en la pandemia llegó a los 15 billones de euros, incluyendo préstamos y garantías, lo que supone alrededor del 16% del PIB mundial. Lejos de ser algo puntual, Europa está repartiendo un fondo de 750.000 millones de euros, EE. UU. está a punto de destinar 1,8 billones de dólares (unos 1,6 billones de euros) en extender su estado de bienestar y Japón ha prometido una, todavía, mayor “generosidad” gubernamental.
En las próximas décadas, el gasto público no va a hacer otra cosa que no sea aumentar. El 80% de la economía mundial tiene el objetivo de cero emisiones netas, una meta que aumentará la deuda de los gobiernos en porcentaje sobre su PIB. A esto hay que sumar que la mayoría de los países desarrollados están asistiendo al envejecimiento de su población que demandará un mayor gasto en sanidad y pensiones.
A largo plazo, el crecimiento del gasto público en un Estado suele favorecer la burocracia innecesaria, los problemas institucionales y la corrupción, pero analicemos por qué tienden a aumentar los Estados su gasto público.
Principalmente viene dado porque los precios de los servicios que garantizan el estado de bienestar, como la sanidad y la educación, crecen más rápido que la economía debido a la alta intensidad laboral y a las bajas tasas de aumento directo de la productividad.
Mientras aumentaba el poder adquisitivo de los votantes durante el siglo XX, empezaron a exigir más educación y mejores medios sanitarios que aprovechasen las últimas innovaciones tecnológicas. Hoy, a medida que se hacen mayores, los votantes exigen un mayor gasto en la tercera edad y, en los últimos tiempos, un mayor gasto en prevenir el cambio climático.
Recordemos que, para hacer frente a sus nuevas obligaciones, los gobiernos vendieron sus empresas nacionalizadas, redujeron regulación, simplificaron sus impuestos y promovieron la competencia. El consenso era limitar el rol del gobierno en la sociedad, dar la bienvenida a los mercados en la mayor parte de la economía y mantener un estado de bienestar redistribuyendo y gastando en servicios públicos.
Es cierto que los gobiernos hoy tienen muchas más tareas de las que hacerse cargo, especialmente en lo que al cambio climático se refiere, pero tienen que ser conscientes que la deuda que están generando no va a ser pagada por esta generación, sino que están hipotecando el futuro de las generaciones que vendrán sin que estas puedan tomar ningún tipo de decisión al respecto.
Las diferencias entre un buen uso del gasto público y uno malo no sólo vendrá por la transición hacia las cero emisiones netas o al sostenimiento del estado del bienestar sino cómo será de próspera la sociedad del futuro. El gasto público con una inflación al alza tendrá muchas soluciones ocultas que, en muchos casos, impedirán ver el árbol de los beneficios para la sociedad.