Una nueva era macroeconómica se dibuja en el horizonte tras la reciente agitación de los mercados y los evidentes signos de estrés en la economía mundial. A priori, esta nueva era promete a los mercados desarrollados escapar de la trampa del bajo crecimiento de la década del 2010 y enfrentar el problema que supone el envejecimiento poblacional y el cambio climático. A cambio, trae riesgos como el caos financiero, la ruptura de los bancos centrales y el gasto público desmedido.
El alboroto en los mercados financieros es de una magnitud nunca vista en esta generación. La inflación, a nivel global, está en dobles dígitos por primera vez en 40 años. Los bancos centrales están subiendo tipos al mayor ritmo desde la década de 1980 mientras el dólar está en su punto más fuerte desde hace veinte años.
Todas estas circunstancias marcan el fin definitivo de la era de la placidez económica que venimos viviendo desde 2010 donde los bancos centrales fueron los que movieron la economía, ya que tanto el sector público como el sector privado hicieron poco por estimularla, manteniendo los tipos a niveles muy bajos y comprando ingentes cantidades de bonos.
El reto que supuso la pandemia hizo que se tomaran medidas extraordinarias que han supuesto el germen de la inflación que hoy estamos viviendo. Los estímulos gubernamentales y los rescates, disrupciones en los patrones de demanda del consumidor, aislamientos y embrollos en las cadenas de suministros fueron el inicio de un repunte en la inflación que se ha exacerbado con la invasión de Ucrania por parte de Rusia.
El miedo más inmediato es que los mercados estallen, incapaces de gestionar la subida abrupta del coste del endeudamiento habiendo estado durante tanto tiempo conviviendo con tipos bajos. Si bien es cierto que las probabilidades de que la inflación alcance el 20% son minúsculas, existe la pregunta evidente sobre si los gobiernos y los bancos centrales podrán bajarla hasta su objetivo del 2%.
En lo que supone un gran cambio desde la década del 2010, se está llevando a cabo un aumento estructural en el gasto e inversión pública. Los recursos necesarios para afrontar el envejecimiento poblacional, el gasto en defensa ante potenciales amenazas de las autocracias, el cambio climático y las tensiones geopolíticas son algunos de los motivos de este aumento.
Esto supone un dilema para los bancos centrales ya que para hacer frente a la inflación y cumplir con su objetivo del 2% pueden “apretar” tanto que causen una recesión con lo que ello conlleva.
Esta nueva era macroeconómica con un mayor gasto público y con una mayor inflación significará también que las recesiones serán menos severas y a largo plazo implicará que los bancos centrales recuperarán la capacidad de recortar tipos en caso de crisis.