Si los tipos de interés son bajos, ¿es razonable imaginar que oscilarán de forma indefinida en torno a los mínimos históricos que hemos constatado desde hace siglos? A menos que sea partidario del estancamiento secular, estoy convencido de que este no será el caso.
A excepción del declive durante la crisis de la deuda soberana en los países periféricos, los tipos de interés están a la baja desde la implantación del euro, incluso desde principios de los años ochenta. Esta caída de los tipos de interés refleja fundamentalmente un contexto deflacionista y de recesión causado por una serie de factores como el envejecimiento de la población, la falta de demanda y de inversión, el bloqueo de los circuitos de créditos bancarios, etc. Evidentemente, la espiral deflacionista se ha visto acentuada por la política de un euro fuerte llevada a cabo entre 2008 y 2015 y cuyo objetivo era garantizar una credibilidad internacional al tiempo que la crisis griega evidenciaba la vulnerabilidad del plan monetario. Lo mismo ocurre con las políticas de austeridad presupuestaria decretadas a destiempo y cuya cristalización, en forma de pacto de estabilidad y crecimiento, es sin duda un error histórico comparable a aquellos que se cometieron en los años treinta.
No obstante, si los tipos de interés son bajos, ¿es razonable imaginar que oscilarán de forma indefinida en torno a los mínimos históricos (¡desde hace siglos!) que hemos constatado? A menos que sea partidario del estancamiento secular, estoy convencido de que este no será el caso, ya que las medidas monetarias tienen por objeto volver a impulsar una inflación que tendrá como consecuencia inevitable un aumento de los tipos de interés a largo plazo. No se trataría de un incremento de los tipos de interés reales (que corresponden a los tipos de crecimiento de la economía), sino más bien de una subida asociada al riesgo crediticio y la vuelta de la inflación.
Sin embargo, hay otro factor absolutamente esencial que inevitablemente va a provocar un aumento de los tipos; se trata de la deuda pública. A día de hoy la deuda alcanza cotas inauditas en tiempos de paz y, tanto en términos relativos como absolutos, se encuentra como mínimo al nivel más elevado desde la II Guerra Mundial. Ahora bien, el riesgo asociado a la importancia de esta deuda pública no se refleja en los tipos de interés. Para convencerse de ello, basta con pensar en el hecho de que el estado belga ha emitido un bono con un vencimiento de un siglo a un interés nominal del 2,3%. Si se cumple el objetivo del Banco Central Europeo de alcanzar una tasa de inflación del 2% (y se cumplirá tras las políticas de flexibilidad monetaria), esto significa que el riesgo asociado al estado belga y la remuneración real de los acreedores (es decir, su remuneración mediante la retirada del ahorro) es del 0,3%. Por intuición, este importe es insuficiente. Por tanto es probable, si no es prácticamente cierto, que va a aumentar la prima de riesgo soberano, es decir, la exigencia de remuneración para prestar a los estados cuyo endeudamiento aumenta de forma estructural.
Por otra parte, existe una constante económica: es imposible mantener la intangibilidad de una moneda cuando están en vías de cambio las fuerzas y las contingencias con las que debe garantizar un equilibrio. El desequilibrio de las finanzas públicas siempre (y es una ley universal) acaba por corromper y degradar una moneda. Esto significa que un exceso de deuda pública provoca irremediablemente un ajuste monetario, así como su desaparición dentro de la inflación a través de su monetización (práctica llevada a cabo por el Banco Central Europeo) o mediante su reducción autoritaria (como fue el caso en muchos países, entre ellos Chipre). Sin estos dos casos (reducción autoritaria o inflación), se produce un incremento del precio de la moneda, es decir, el tipo de interés, ya que la estabilidad del poder adquisitivo de la moneda no está garantizada y el riesgo de los emisores públicos aumenta. En este sentido, hay un dato revelador: la deuda pública en la zona Euro prácticamente ha aumentado un 50% en diez años, lo que equivale a un tipo muy por encima del objetivo de inflación del 2%. Ha habido por tanto un aumento real de dicha deuda a un ritmo que excede la depreciación de la moneda mientras que los tipos de interés caían. Esto es una contradicción.
Por el contrario, se podría argumentar que los tipos de interés deben permanecer bajos porque los Estados, que están limitados por el presupuesto, no se pueden permitir tal aumento. Por lo demás, es esta perspectiva la que ha llevado al Banco Central Europeo a crear dinero tomando en garantía las obligaciones del Estado, es decir, monetizándolas. Sin embargo, las leyes del mercado tienen su propia dinámica: los programas de monetización tendrán un plazo y el riesgo no se puede ocultar indefinidamente por medio de inyecciones monetarias. El único recurso que tendrán los Estados para asegurarse una financiación a un tipo de interés bajo implica obligar, a través de diversas medidas reguladoras ya aplicadas, a los bancos y las compañías de seguros a suscribir sus obligaciones. Por lo tanto las deudas del Estado se consideran ejemplos de riesgo y no requieren ninguna garantía de capital propio para las entidades financieras, a diferencia de cualquier otra contrapartida privada. Pero en este aspecto también hay una restricción: sin asumir riesgos, las entidades financieras no pueden ofrecer un rendimiento satisfactorio a sus depositantes, titulares de seguros de vida y accionistas, salvo considerar una nacionalización sutil de todos los circuitos financieros.
Dicho esto, ¿hay que temer este aumento de los tipos de interés? La respuesta debe ser matizada. Un aumento brusco de los tipos es poco probable, ya que se vería contrarrestado por los bancos centrales. Por otra parte, este aumento podría tener un efecto devastador en los mercados de activos. Sobre la base de los datos promedio, el valor de los mercados de acciones y obligaciones podría caer en torno al 10% si se produjera un improbable aumento brusco de los tipos de interés a largo plazo del uno por ciento. Por el contrario, un aumento gradual de los tipos de interés sería el anuncio de una normalización monetaria y, por tanto, una señal positiva de que se está saliendo de una situación extremadamente singular. En este último supuesto, los tipos aumentarían progresivamente por un efecto alcista sobre los tipos a corto plazo, que se propagarían gradualmente a los tipos de interés a largo plazo. Si este aumento de los tipos de interés correspondiera a una presión inflacionista, el impacto negativo sería mitigado.
En definitiva, independientemente del enfoque, el rigor intelectual provoca una necesidad de contemplar un posible aumento de los tipos de interés a largo plazo. Por tanto, no parece razonable considerar que la situación actual pueda continuar así.
Bruno Colmant – Head of Macro Research
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